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Notas. Faulkner.

Mi amigo Turbo tiene la teoría de que para determinar la inteligencia de un niño hay que contar el número de veces que toca una llama hasta que comprende que quema. Más veces, más lento. Menos veces, más espabilao. Según Turbo, a partir del tercer intento ya no hay esperanzas para el niño. Se podría objetar que el ser humano ha perdido los instintos a estas alturas. Vamos, que nunca se ha visto a un gato recién nacido quemarse con una llama. Ni una vez. Pero, sea por falta de instinto o por falta de inteligencia, escribo los post del tirón y directamente en el editor: no es la primera vez que pierdo un texto por problemas técnicos como los que estamos teniendo últimamente. Y eso que este no es precisamente mi primer blog. De hecho, toqué la llama por tercera vez hace un par de años. No hay esperanzas para mí.
El caso es que, por causas ajenas a nuestra voluntad, étc. los blogs de la escuela llevan días caídos o medio caídos. Sentimos las molestias.
Estoy probando.

Hoy, en un alarde insólito de precaución, estoy utilizando un editor de textos estándar. Por precaución, pero sobre todo porque una compañera de la escuela me ha enviado una larga entrevista a William Faulkner, uno de los grandes grandísimos, y me ha gustado tanto que quería cortar y pegar unos fragmentos.

william_faulkner

Hay una anécdota de Faulkner que siempre me llamó la atención porque no está del todo clara. Al parecer, J.F.K y su primera dama gustaban de montar convites privados en la Casa Blanca con escritores y artistas usamericanos: Saul Bellow, Norman Mailler, The Rat Pack, Arthur Miller y, por supuesto, Marylin Monroe, primera dama de Arthur Miller y segunda de Kennedy. Menudas fiestas tenían que ser aquellas.
Hay dos versiones de la respuesta de Faulkner. La primera versión asegura que algún emisario de la Casa Blanca se personó en la granja de Faulkner invitación en mano y Faulkner respondió: “díganle que, a mi edad, uno es demasiado viejo para viajar tan lejos solamente para cenar con extraños“. Según la otra versión, la invitación llegó por correo y Faulkner contestó por escrito: “Señor Presidente: yo no soy más que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Mississippi“.
¿Alguien lo sabe? Yo prefiero la segunda.
Quizá la entrevista dé alguna pista. Todo movimiento nos delata, os he dicho que decía Montaigne, y así, toda palabra delata al narrador:

¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?

(F)aulkner: 99% de talento… 99% de disciplina… 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.

¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado?

(F): El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo…

Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera, ¿sería un factor importante en la capacidad creadora del artista?

(F): No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que ver con la paz y el contento.

Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?

(F): El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán “señor”. Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán “señor”. Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.

¿Bourbon?

(F): No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.

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Notas. Contradicción y profundidad.

Si no recuerdo demasiado mal lo que contaban en el colegio, vemos en tres dimensiones porque nuestros ojos están separados. La pequeña diferencia entre la imagen que capta el ojo derecho respecto de la que capta el ojo izquierdo la utiliza el cerebro para construir el efecto de profundidad. Algo así. Digamos que la profundad es el resultado de la intersección de elementos que se contrastan.

Por ejemplo, si imagino a un personaje que… no sé, que tiene una pata de palo y que lleva un sombrero de ala ancha y un parche en el ojo derecho del que cae una profunda cicatriz que le divide la barba, como un surco. Y además, le imagino saliendo de una cantina. Cierra la puerta, se frota las manos sonriendo y dice: “¡El tesoro pronto será mío!”. Encima, se va a poner a reír frenéticamente y justo en ese momento estalla un trueno.
Bien, esto nos conduce al clásico personaje del malo malísimo de cartón piedra porque le estoy mandando a mi cerebro imágenes de sólo uno de los ojos.
No hay contraste: no hay profundidad. Es un pirata. Es viejo. Es malo.
Es un estereotipo.
Sólo le falta el loro en el hombro.
bach

Otro ejemplo, siempre se dice que los grandes personajes están marcados por un rasgo dominante. Macbeth y la ambición, se dice. Ya, pero si Macbeth sólo fuese ambicioso, la obra contaría la peripecia de un caballero que llegó a Rey de mala manera, gobernó Escocia y fue asesinado.
Lo que, entre otras cosas, hace de Macbeth un personaje memorable es el contraste, la contradicción entre la ambición y la culpa. La imagen del ojo derecho en contraste con la imagen del ojo izquierdo. Un ejemplo tipo “pirata”: lo que inquieta de Hannibal Lecter no es que mutile y asesine a dos guardias. Lo que inquieta es que todavía no se le ha secado la sangre de la camiseta y sonríe conmovido, con los ojos en blanco, escuchando a Bach. El personaje es un poco menos asesino psicópata y un poco más una persona. O como Macbeth, un poco menos ambicioso sin escrúpulos y un poco más ser humano. La contradicción permite que el lector empatice (no confundir con simpatice) con el personaje.

El problema es que algunas contradicciones son tan maniqueas que no generan profundidad y que otras contradicciones las hemos visto ya tantas veces que se han convertido en estereotipos. El tipo duro pero tierno en el fondo. El niño bueno pero travieso; la mujer fatal pero frágil; el ladrón encantador. Es el legendario cuadro de los payasos: alegres por fuera pero tristes por dentro. Los pobres.

La cuestión es que, como ocurre con la vista, sin dos imágenes que contrastar no hay profundidad. El contraste, la contradicción, el conflicto son indispensables en narrativa. Si un personaje no tiene contradicciones es un personaje plano. Pero también si un diálogo no tiene contrastes (opciones planas) se desinfla. Y lo mismo ocurre con las descripciones, con las imágenes, con la trama y la construcción de escenas. Con lo que se dice y lo que se cuenta.

La forma más elegante y menos manipuladora de transportar una emoción, un sentimiento, o una idea (o de construir un personaje, o de describir un paisaje…) en una historia es provocándola en la mente del lector. Implícitamente. Sin decírsela pero contándosela. Un humorista no puede decirte que te rías, tiene que transportar la risa a la mente del espectador. La mente del espectador llena los blancos, se enreda en las contradicciones, empatiza con el conflicto. Busca, asocia. Un muchacho soltando un monólogo sobre higiene puede decir: Acabo de descubrir unas pastillas que dejan el agua del baño azul, lo malo es que hay que comerse un montón de ellas para que funcione. Y nuestro cerebro inmediatamente imagina al tipo miccionando azul cobalto. Por eso tiene gracia. No se explican los chistes mientras se cuentan.
Escribir no es informar.

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Notas. Escritores, palabras y precisión.

Algunas veces las intenciones se cuelan por ese agujero de la realidad que también devora los calcetines sueltos y los mecheros. Así que escribía otro post, pero ojeando un gastado ejemplar de Fiction Writer’s Handbook de Hallie y Whit Burnett (con prólogo de Norman Mailer y epílogo de Salinger), un pequeño libro cargado de sentido común, apoyado en citas y reflexiones de renombrados autores, y ojeando, decía, he tropezado con unas cuantas citas sobre escritores, palabras y precisión, y me ha parecido que venían a cuento.

fwhb

Mucho me temo que, como tantos otros libros y monografías sobre creación literaria, no hay versión en castellano. Vamos, que la traducción es mala porque es mía:

Flaubert (en una carta a Maupassant): “Vayas a contar lo que vayas a contar, sólo hay una palabra que lo expresará, un verbo que lo pondrá en movimiento, un adjetivo que lo calificará. Debes buscar esa palabra, ese verbo, ese adjetivo, y nunca contentarte con aproximaciones, ni recurrir a trucos –ni siquiera a los ingeniosos- ni a piruetas verbales para escapar de la dificultad”.

Que me recuerda aquello que decía Pepe Hierro: el adjetivo adjetiva, y lo demás es tontería.

Que me recuerda aquello otro que decía Robert Frost: escribir con verso libre es como jugar al tenis sin red.

Volvamos al Handbook. Para Marianne Moore: “las palabras se agrupan como cromosomas, determinando el curso de los acontecimientos”.

Thomas Wolfe contaba que, de alguna manera, toda su vida buscó: “una palabra para ella (la vida), un lenguaje que contase su forma, su color, la manera en que todos la hemos conocido y sentido y visto”.

Para Sartre también es una cosa seria: “Él (el escritor) maniobra con las palabras desde dentro. Las siente como si fuesen su cuerpo… En pocas palabras, para él todo lenguaje es el espejo del mundo. La palabra le arranca de sí mismo y le arroja al medio del mundo”.

Balzac no se andaba con complicaciones: “Sé claro”.

Stevenson se explaya un poco más: “(el estilo) no es, como dicen los tontos, el más natural, porque el más natural es el cotorreo inconexo del charlatán, sino aquel que consigue un mayor grado de implicación elegante y significativa sin importunar; si importuna, será para ganar en significado y vigor”.

Si algún aspirante se está agobiando, no pasa nada, también para Joseph Conrad: “escribir es una tortura”.

Y para Thomas Mann, mi favorita, el escritor es aquel al que “escribir le cuesta más que a los demás”.

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Notas. Recapitulemos II.

Para que no tengáis que andar mirando el post anterior, os pego el mismo texto de Una pena en observación y añado el siguiente párrafo:

Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva.
Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado. Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho trabajo enterarme de lo que me dicen los demás. Tiene tan poco interés. Y sin embargo quiero tener gente a mi alrededor. Me espantan los ratos en que la casa se queda vacía. Lo único que querría es que hablaran ellos unos con otros, que no se dirigieran a mí.
Hay momentos en que, de la forma más inesperada, algo en mi interior pugna por convencerme de que no me afecta mucho, de que no es para tanto, al fin y al cabo. El amor no lo es todo en la vida de un hombre. Yo, antes de conocer a H., era feliz. Era muy rico en eso que la gente llama ‘recursos’. A todo el mundo le pasan estas cosas. Vamos, que no lo estoy llevando tan mal. Le avergüenza a uno prestar oídos a esa voz, pero por unos momentos da la impresión de que está abogando por una causa justa. Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese ’sentido común’ se desvanece como una hormiga en la boca de un horno.
Y de rechazo cae uno en las lágrimas y en el pathos. Lágrimas sensibleras. Casi prefiero los ratos de agonía, que son por lo menos limpios y decentes. Pero el asqueroso, dulzarrón y pringoso placer de ceder a revolcarse en un baño de autocompasión, eso es algo que me nausea. Y, es más, cuando caigo en ello, me doy cuenta de que me lleva a tergiversar la imagen misma de H. En cuanto le doy alas a este humor, al poco rato la mujer de carne y hueso viene sustituida por una simple muñeca sobre la que lloriqueo. Gracias a Dios, el recuerdo de ella es todavía lo suficientemente fuerte (¿lo seguirá siendo siempre tanto?) como para salir adelante.
Porque H. no era así en absoluto. Su pensamiento era ágil, rápido y musculoso, como un leopardo. Ni la pasión ni la ternura ni el dolor eran capaces de hacerle bajar la guardia. Olfateaba la falsedad y la gazmoñería a la primera vaharada, e inmediatamente se abalanzaba sobre ti y te derribaba antes de que hubieras podido darte cuenta de lo que estaba pasando. ¡Cuántos globos me pinchó! Enseguida aprendí a no darle gato por liebre con mis palabras, excepto cuando lo hacía por el simple gusto -y ésta es otra cuchillada al rojo vivo- de exponerme a que se burlara de mí. Nunca he sido menos estúpido que como amante suyo.

La zona más expresiva del texto se concentra en dos frases, que curiosamente van seguidas y, curiosamente, guardan ambas relación con el calor: “Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese ’sentido común’ se desvanece como una hormiga en la boca de un horno.”

memo

Dos frases, juntas (no dispersas), trabajadas expresivamente, y apuntando al mismo lugar: la memoria y el calor ¿No parece que se deriva una especie de significado? O mejor: significado que se siente. Un sentimiento particular (del lector) que se deriva de la construcción lingüística de un texto.
De otra manera: es un “efecto expresivo” (un mini-efecto expresivo, en este caso). Si describes expresivamente el calor, o el frío, o un ruido, o un olor, un sabor… apuntando a un mismo concepto (la memoria, la soledad) o acción (un asesinato, un beso) se construye una especie de significado que se siente: la memoria puede ser abrasadora, matar es solo un ruido, la soledad es un sabor lento.

Más. Colocar una imagen, un símil, un efecto expresivo… le pide al lector más atención. Parece que la frase estuviese en negrita, resaltada. Es similar a un ‘primerísimo plano’ en cine. Le estás diciendo al lector: atento aquí. Así, es conveniente no ponerse estupendo y calzar una metáfora en cuanto ves el hueco, sino cuando aporta al sentido del texto de alguna manera (ayuda a la construcción del personaje o del narrador, a fijar la atención sobre un objeto con significado simbólico, o en un detalle importante para resolver la trama, etc). Además, el lector se terminará cansando de tanta floritura. A veces da la sensación de que el autor (no el narrador, el autor) se cuela en el texto. Pero el escritor está al servicio de la novela, no la novela al servicio del escritor. El que tiene que ser inteligente, profundo, sorprendente, irónico, sensible, ocurrente… es la novela, no el escritor.

Y, mucho mejor ahora que me he vuelto a meter con alguien inopinadamente, decía que una zona expresiva fija la atención del lector, destaca una zona con una fuerte carga emocional, le da relevancia. Es un buen momento para establecer un Coro porque el lector recordará este momento.

Cuando leemos por segunda vez: “-y ésta es otra cuchillada al rojo vivo-”, el coro resuena. Recordamos la primera cuchillada… la hormiga, el horno. El calor.
Esta primera carga emocional se suma a la segunda, como una bola de nieve.
Y así sucesivamente, diría Vonnegut.

Es un Coro Recordatorio. Asocia al presente de la historia, de manera inmediata y mediante una frase (”-y ésta es otra cuchillada al rojo vivo-”) un momento con una fuerte carga emocional (o racional) del pasado.

Ya no recapitulamos más. Prometido.

¿Qué tal las vacaciones?

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Notas. Recapitulemos.

Estaba releyendo un pequeño libro -unas notas o un diario- para dar una clase y me ha parecido un buen ejemplo (y un buen momento) para repasar algunas de las cosillas que hemos visto hasta ahora.

Estos son los cuatro primeros párrafos:

Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva.
Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado. Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho trabajo enterarme de lo que me dicen los demás. Tiene tan poco interés. Y sin embargo quiero tener gente a mi alrededor. Me espantan los ratos en que la casa se queda vacía. Lo único que querría es que hablaran ellos unos con otros, que no se dirigieran a mí.
Hay momentos en que, de la forma más inesperada, algo en mi interior pugna por convencerme de que no me afecta mucho, de que no es para tanto, al fin y al cabo. El amor no lo es todo en la vida de un hombre. Yo, antes de conocer a H., era feliz. Era muy rico en eso que la gente llama ‘recursos’. A todo el mundo le pasan estas cosas. Vamos, que no lo estoy llevando tan mal. Le avergüenza a uno prestar oídos a esa voz, pero por unos momentos da la impresión de que está abogando por una causa justa. Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese ’sentido común’ se desvanece como una hormiga en la boca de un horno.
Y de rechazo cae uno en las lágrimas y en el pathos. Lágrimas sensibleras. Casi prefiero los ratos de agonía, que son por lo menos limpios y decentes. Pero el asqueroso, dulzarrón y pringoso placer de ceder a revolcarse en un baño de autocompasión, eso es algo que me nausea. Y, es más, cuando caigo en ello, me doy cuenta de que me lleva a tergiversar la imagen misma de H. En cuanto le doy alas a este humor, al poco rato la mujer de carne y hueso viene sustituida por una simple muñeca sobre la que lloriqueo. Gracias a Dios, el recuerdo de ella es todavía lo suficientemente fuerte (¿lo seguirá siendo siempre tanto?) como para salir adelante.

El narrador (identificado) no dice quién es, ni explica por qué está indagando, analizando el sentimiento de pena que le envuelve. Todavía no ha desvelado que H. es su mujer que ha muerto (conflicto que desequilibra la vida del personaje) recientemente (posición de la voz) de cáncer.

Así, cuando empezamos a leer, el texto nos despierta preguntas (¿por qué siente pena el narrador? ¿quién es H.?…), pero resulta evidente que el foco de la narración no está en la acción, sino en la conciencia del personaje, en lo que el personaje piensa, siente, cree… y demás verbos abstractos con respecto a la acción (distancia de la voz). En este caso, la muerte de la esposa y la pena, o el duelo. Entonces, no podemos decir que este texto despierte interés en el lector a base de generar preguntas y retrasar las respuestas de forma deliberada (tensión narrativa). Nos hacemos preguntas porque, al igual que el personaje, cualquier persona enfrentada a un conflicto está en la incompetencia. No sabe(mos). Este libro parece un ejemplo de manual de los parecidos entre personas y personajes: la muerte de la esposa desequilibra al personaje (que no es un personaje, es una persona, no es ficción) que decide (deseo consciente) escribir un análisis de su paso a través del conflicto mismo.

Por otra parte, no se trata de un narrador cuya autoridad racional lleve el peso del texto. No es un narrador lo suficientemente relacionado con la muerte y la pena para desarrollar una gran autoridad racional, como podría ser, por ejemplo, un narrador médico-forense, o un director de funeraria, o un psicólogo especializado en este tipo de situaciones.

Sin embargo, la autoridad emocional sí que se encarga de mantener el peso del texto: el narrador ha vivido la desgracia en primera persona y lo cuenta de forma honesta. No va a contar una historia que ilustre su propia gloria, ni nos va a aburrir con una colección insufrible de desgracias, ni va a declamar con melodrama y floritura. Admite sus debilidades, se trata con dureza y sinceridad. Insiste en no mentirse. Así, da la oportunidad al lector de hacer lo mismo. Le involucra emocionalmente. Nos reconocemos en él.
Le creemos.

Como me he propuesto escribir post y no sermones, lo dejo aquí. En unos días añado un párrafo y recapitulamos los coros.

Por cierto, el libro, una colección de reflexiones que el autor escribió tras la muerte de su esposa, es Una pena en observación, de C.S. Lewis.
Sí, el de Narnia. Yo también tuve que preguntarlo.

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