Archivo Febrero, 2012

Imaginar es pensar, por Alejandro Gándara

Relato BreveLos siguientes post reunirán algunas de las cuestiones que más interesan a un estudiante de creación literaria y que más dificultades le presentan. Son cuestiones clásicas, pero sin cuya resolución –o al menos sin haber obtenido una imagen mental de lo que significan o pueden dar a entender- la imaginación creadora del escritor se bloquea o se empoza en lugares de difícil salida. De lo que se trata es de mostrar cómo la reflexión y el pensamiento acerca de ciertos asuntos clave liberan la imaginación y traza los caminos para alcanzar los objetivos de expresión y de creación de cada uno. Pensar e imaginar no son opuestos en el desarrollo de esta tarea, sino que, por el contrario, resultan la misma cosa. Por otro lado, las reflexiones que se sugieren a continuación suelen ser el punto de partida de quien desea escribir o aproximarse con un mínimo rigor a lo literario, pero también suponen un punto de llegada en la medida en que la propia escritura y los propios proyectos ejercen modificaciones a medida que se desenvuelve la labor literaria.

No pretendo dar a estos textos un tono erudito y académico. Me limito a ofrecer algunos estímulos para la reflexión, tal como hago usualmente con mis alumnos de Relato Breve, la materia iniciática en el programa de estudios de la Escuela Contemporánea de Humanidades.

1. Lo que se dice y lo que se cuenta

La representación artística, en general, se distingue del pensamiento demostrativo o discursivo, porque está obligada a conmover. Lógicamente no es esa su única misión, ya que muchas cosas cumplen esa misión incluso de forma mucho más eficaz: un accidente de tráfico o un domador metiendo la cabeza en la boca del tigre. La conmoción o la emoción (ambas palabras vienen de mover, y en nuestro caso de mover el ánimo) del digamos arte se dirige a una cierta clase de comprensión, de cognición de algo que nos rodea -y que nos rodea en la medida en que nos importa. Es decir de lo que se trata es de que nos conmuevan comprendiendo, o como se decía antiguamente: de sentir el sentido.

Puedo contar algo muy triste o muy alegre sin representarlo. Por ejemplo, puedo decir que se murió mi madre o puedo decir que el otro día, a oscuras, besé a una mujer que no era mi novia. Dicho de esta forma, habrá gente que se ponga muy triste o le dé un ataque de risa. Pero no será por lo que yo haya dicho, ni por cómo lo haya dicho, sino porque le habrán venido a la cabeza escenas semejantes o propias de su biografía, o sencillamente porque son tontos y se entristecen y ríen con cualquier cosa.

Para que haya emoción, conmoción o sentimiento, en términos objetivos (o sea, de transportados por el objeto, aquí por el relato) es preciso que haya representación, y la representación, a diferencia de las otras formas retóricas, exige que el lector o el espectador asuma un lugar en la representación. Es decir, ha de estar presente en ella, no sólo presenciándola, sino también actuándola. No estoy diciendo interpretándola en términos especializados de qué significa o qué quiere decir, sino actuando en ella, formando parte de los personajes, de la trama, del tema como uno más de los elementos que intervienen.

Es decir, cuando alguien te dice que el capitalismo es el monopolio de los medios de producción y la alienación de los trabajadores del sistema productivo y te lo explica en una monografía, el lector no actúa, simplemente escucha, y acepta o no acepta la argumentación. Pero la argumentación es ajena a él, viene de un lado en el que ni las palabras ni el sentido son producidos por él. Más tarde podrá convertirse en un fanático o en un crítico del discurso que ha oído o leído, pero jamás será su protagonista. En una narración (de ficción) sucede lo contrario. El lector o espectador no puede ser nunca ajeno.

¿Cómo se consigue semejante implicación? Bien, dado que la representación es representación de personajes y acciones (ethos y praxis), una parte de los personajes y una parte de las acciones corren a cargo del lector. ¿Y cómo puede hacerse esto si la narración ya la ha escrito un autor, del mismo modo en que el historiador ha escrito su historia? La respuesta se nos ocurre a todos: porque no escriben sobre lo mismo (de lo que es una consecuencia lateral aunque fundamental que no escriban de la misma manera).

Escribir de personajes y acciones no es, en verdad, aclarar del todo lo que decimos. Habría que añadir en un tiempo y en un espacio. También podría discutirse que el historiador no escriba sobre tiempos y espacios. Ciertamente. Pero la diferencia es que el literato escribe sobre el tiempo y el espacio experimentado -es decir, el tiempo y el espacio de la vida tal como la vivimos o creemos vivirla, más bien lo último- y el historiador escribe sobre el tiempo y el espacio de la Verdad, de la verdad de su tesis o de su argumentación. Mientras el historiador elige el Barroco, el escritor elige la vida de un sujeto que se gana la vida como puede y cuenta sus andanzas (el Buscón de Quevedo).

Y aunque parezca que hemos dado un pequeño rodeo, ya hemos llegado al punto que nos interesa. Porque al hablar de personajes y acciones en un tiempo y espacio experimentados, de lo que estamos hablando no es de lo que sabemos, sino de lo que no sabemos.

Cualquier persona enfrentada a un conflicto, a un dilema, a una decisión en un momento y lugar dado de su vida es alguien que no sabe o por lo menos que no puede saberlo todo. El mundo se le aparece inconsistente o fragmentario, la realidad se le vuelve antitética, es incapaz de predecir el futuro más inmediato, hay cosas que no conoce y muchas otras le parecen contradictorias y a pesar de que trata de imponer un orden para no acabar loco, este orden es insatisfactorio, se abre a demasiadas posibilidades y no podría decir a ciencia cierta si la decisión que toma o el conflicto en que esa persona se ha sumido es de esta o aquella clase, tiene esta o aquella importancia, será decisivo o irrelevante apenas un poco más tarde. Así como se le revelan todas estas cosas, se le revelan otras que podríamos resumir así: la persona se siente incompetente ante los acontecimientos que le desbordan. Pues bien: esta incompetencia corre pareja con una necesidad absoluta de orden. Y esto no es contradictorio, sino la condición misma de la representación, en la vida y en la literatura. No saber y exigir orden al mismo tiempo forma parte de una equivalencia de la que se hace eco el pensamiento artístico. Y digo pensamiento, porque es una forma de pensar, es una modalidad de la razón, es un acto de conocimiento. Pero con reglas distintas a las de otras formas de conocer.

Lo importante es que, en la medida en que representamos tiempos y espacios experimentados con personajes y acciones incompetentes, comprometemos al lector y este compromiso sigue dos direcciones evidentes y casi siempre sincrónicas, aunque creo que no necesariamente. En primer lugar, al mostrarle un conflicto que necesita ser ordenado en el nivel de la experiencia compartida por todos y con las condiciones dichas, el lector se implica, tiende a protagonizar la narración de diferentes maneras (la peor de todas, identificándose con el protagonista; la mejor: identificándose con el tema). Es decir tiende a comprender lo que sucede en el relato, porque necesita comprenderse él mismo. Esto es lo que llamábamos actuar. En segundo lugar, tiende a dar un orden al desorden generado por el conflicto en forma de explicación intuitiva o no tanto, y esto es lo que llamamos interpretar. Ahora bien, esta interpretación es más valiosa cuantos más campos desconocidos ilumina, cuantas más puertas de conocimiento abre. (De ahí que cuando el lector sólo es capaz de identificarse con el protagonista, la interpretación subsiguiente sea una interpretación de sí mismo y por tanto de lo que ya sabe, con sus prejuicios, carencias y limitaciones, o sea, no aprende nada).

En resumen, lo que un relato dice es el desorden característico de la vida en forma de narración sublimada (praxis ideal, con principio, fin, etc.), y lo que el relato cuenta es el orden al que se aspira, el tema profundo que esconde ese aparente desorden de personajes, acciones, tiempos y espacios. Si el relato dice lo mismo que cuenta, en conclusión, es que no es un relato, sino una peripecia ilustrativa o una argumentación enmascarada. Ambas cosas no forman parte de la creación literaria, lo que no quiere decir que no sean satisfactorias o que no se pueda aprender también con ellas. Pero no son literatura de ficción. Se trata de los dos niveles fundamentales de la literatura necesarios para que el lector intervenga de las maneras ya dichas.

Continuará…

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