Archivo Abril, 2010

Consideraciones prácticas. Diálogos y opciones.

Una mujer llega a casa, abre la puerta y nada más entrar le pregunta a su marido:

-¿Has bañado al niño?
-Sí.

Se terminó el diálogo. El marido responde a la pregunta afirmativamente y ya no hay más que hablar.

Hay muchos sospechosos habituales en los diálogos. El más sospechoso es el diálogo que trata de parecer muy realista. Pero si tratan de transcribir una conversación real verán que se convierte en un diálogo largo, aburrido, incoherente, poco dramático y, sobre todo, poco significativo.
En el otro extremo está el diálogo que trata de ser tan significativo que no resulta creíble. El diálogo consiste en dos oradores alternando monólogos. O un orador filosofando y otro haciendo las preguntas precisas. Una de dos.
Se trata de encontrar un equilibrio entre el realismo y el significado.

dialogo

Otras veces el diálogo afloja y se hunde por el centro. Se pincha como una rueda. Las líneas de cada personaje no se relacionan entre sí. No accionan y reaccionan. Casi siempre sucede porque la mujer pregunta por el baño del niño y el marido responde que sí. Porque hay demasiadas “opciones planas”.

La mujer podrá intentar una segunda frase, pero la respuesta del marido volverá a responder directa y afirmativamente. Si mantienes esta dinámica de opciones planas, el diálogo terminará cayéndose. Si es que no se ha caído ya.

-¿Has bañado al niño?
-No.

Aquí respondemos a la pregunta directa, pero negativamente. Parece claro que la “opción negativa” funciona mejor que la opción plana, y si necesitamos un personaje con pocas ganas de hablar y muchas de tocar las narices, vamos bien. Pero da pocas opciones al escritor. Todo conduce a que la mujer digá algo tipo:
-¿Y se puede saber por qué?

La siguiente opción también es negativa, pero no responde directamente la pregunta.

-¿Has bañado al niño?
-No es hijo mío.

No responder directamente ayuda a construir frases más significativas sin perder realismo. En lugar de contestar sencillamente “no”, estamos dando información sobre la relación de pareja y sobre el niño. También ayuda a que el diálogo avance con más eficiencia porque lo abre (“opción abierta”), nos da más opciones que “¿Se pude saber por qué?”:

-¿Has bañado al niño?
-No es hijo mío.
-Tampoco esta casa es tuya.

No todas las opciones buenas son negativas. La “opción positiva”, es igual que la “abierta”, pero al revés; respondemos afirmativa pero no directamente:

-¿Has bañado al niño?
-Qué va. Me ha vuelto a bañar él a mí.

Quedan un par de opciones un poco suicidas pero muy interesantes. A ver si se me ocurren un par de ejemplos para el próximo día.

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Notas. Escritores, palabras y precisión.

Algunas veces las intenciones se cuelan por ese agujero de la realidad que también devora los calcetines sueltos y los mecheros. Así que escribía otro post, pero ojeando un gastado ejemplar de Fiction Writer’s Handbook de Hallie y Whit Burnett (con prólogo de Norman Mailer y epílogo de Salinger), un pequeño libro cargado de sentido común, apoyado en citas y reflexiones de renombrados autores, y ojeando, decía, he tropezado con unas cuantas citas sobre escritores, palabras y precisión, y me ha parecido que venían a cuento.

fwhb

Mucho me temo que, como tantos otros libros y monografías sobre creación literaria, no hay versión en castellano. Vamos, que la traducción es mala porque es mía:

Flaubert (en una carta a Maupassant): “Vayas a contar lo que vayas a contar, sólo hay una palabra que lo expresará, un verbo que lo pondrá en movimiento, un adjetivo que lo calificará. Debes buscar esa palabra, ese verbo, ese adjetivo, y nunca contentarte con aproximaciones, ni recurrir a trucos –ni siquiera a los ingeniosos- ni a piruetas verbales para escapar de la dificultad”.

Que me recuerda aquello que decía Pepe Hierro: el adjetivo adjetiva, y lo demás es tontería.

Que me recuerda aquello otro que decía Robert Frost: escribir con verso libre es como jugar al tenis sin red.

Volvamos al Handbook. Para Marianne Moore: “las palabras se agrupan como cromosomas, determinando el curso de los acontecimientos”.

Thomas Wolfe contaba que, de alguna manera, toda su vida buscó: “una palabra para ella (la vida), un lenguaje que contase su forma, su color, la manera en que todos la hemos conocido y sentido y visto”.

Para Sartre también es una cosa seria: “Él (el escritor) maniobra con las palabras desde dentro. Las siente como si fuesen su cuerpo… En pocas palabras, para él todo lenguaje es el espejo del mundo. La palabra le arranca de sí mismo y le arroja al medio del mundo”.

Balzac no se andaba con complicaciones: “Sé claro”.

Stevenson se explaya un poco más: “(el estilo) no es, como dicen los tontos, el más natural, porque el más natural es el cotorreo inconexo del charlatán, sino aquel que consigue un mayor grado de implicación elegante y significativa sin importunar; si importuna, será para ganar en significado y vigor”.

Si algún aspirante se está agobiando, no pasa nada, también para Joseph Conrad: “escribir es una tortura”.

Y para Thomas Mann, mi favorita, el escritor es aquel al que “escribir le cuesta más que a los demás”.

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Consideraciones Prácticas. Escribir también es tachar.

La primera vez que di una clase estaba muy nervioso, porque uno tiende a ponerse muy nervioso, así, en general, pero sobre todo porque el ejercicio que tenía que hacer me resultaba una obviedad. Pensaba: si los alumnos entienden lo que quiero contarles en 10 minutos ¿qué hago con los 50 minutos que faltan?

Era un ejercicio de exactitud. Leíamos dos textos en clase y los alumnos tenían que tachar o reescribir lo redundante, lo innecesario. Lo impreciso. A no ser que necesitemos un narrador pedante, engolado, redicho¿para qué decir con siete palabras aquello que puede decirse exactamente igual con tres?

Ahora, muchas clases después, considero que aquel ejercicio tan obvio no sólo no es tan obvio, sino que es fundamental aquel ejercicio tan obvio me parece fundamental: raro es el curso en el que no tengo que pedir a los alumnos que apliquen el ‘ejercicio de precisión’ a sus propios textos.

All work and no play makes Jack a dull boy

All work and no play makes Jack a dull boy

Os lo cuento porque esta mañana me he encontrado con un mail de un ex-alumno (y sin embargo amigo) mexicano que me envía un con un fragmento de un libro de creación literaria que está ojeando que le ha recordado aquella primera clase de precisión nerviosa. El libro es Mientras Escribo, de Stephen King. No os puedo contar mucho más: no lo he leído, y parece ser que el libro está descatalogado en España.

Tampoco No tengo una opinión concreta formada de King; debe de escribir una novela cada seis meses, así que es lógico suponer que habrá mucha morralla que justifique su mala prensa. En su favor decir que, aunque hace muchos años, el par de novelas que le he leído (Misery y Carrie) no estaban nada mal. Además, varias de sus obras han sido adaptadas al cine por directores respetados por los propios detractores de King: Carrie fue adaptada por Brian de Palma. Rob Reiner adaptó Misery y Cuenta conmigo. Stanley Kubrick convirtió El Resplandor en un clásico del cine de terror sobrenatural. La notable Cadena Perpetua de Frank Darabont se basa en la novela corta Rita Hayworth y la redención de Shawshank.

En fin. Os dejo con King y la precisión. Suscribo punto por punto:

Los dos años que faltaban para acabar el instituto me depararían muchas clases de literatura, y la facultad muchas de narrativa y poesía, pero aprendí más en diez minutos con John Gould. Ojalá conservara el artículo, porque merecía enmarcarse con las correcciones, pero guardo un recuerdo bastante claro del texto y de su aspecto después de que Gould lo hubiera repasado con el bolígrafo negro. He aquí un ejemplo:

Anoche en el popular gimnasio del instituto de Lisbon, la hinchada local y la de Jay Hills reaccionaron con el mismo asombro ante una proeza deportiva sin parangón en la historia del centro. Bob Ransom, cuya estatura y puntería le han granjeado el apodo de “Bob, el Bala”, marcó treinta y siete puntos. No, no han ustedes leído mal. Lo hizo, además, con elegancia, rapidez… y una educación poco frecuente, que se tradujo en dos únicas personales en toda su búsqueda caballeresca de un récord que no se había roto en Lisbon desde los años de Corea 1953.

Al llegar a los “años de Corea”, Gould interrumpió la lectura y me miró.
-¿De qué año era el último récord? –preguntó.
Suerte que yo tenía mis apuntes.
-De 1953 –contesté.
Gould gruñó y siguió corrigiendo. Cuando terminó de marcar el texto tal como aparece encima de estas líneas, levantó la cabeza y vio algo en mi cara. Debí de parecerle horrorizado, pero estaba en éxtasis. Pensé: ¿por qué no hacen lo mismo los profesores de lengua?
-Oye, que sólo quito lo que está mal, ¿eh? –dijo Gould-. En general es muy correcto.
-Ya –dije yo, refiriéndome a las dos cosas: a que en general era muy correcto y a que sólo quitaba lo que estaba mal-. No se repetirá.
Él rió.
-Pues entonces nunca tendrás que ganarte la vida trabajando. Podrás dedicarte a esto. ¿Quieres que te explique alguna de las correcciones?
-No –dije yo.
-Escribir una historia es contársela uno mismo –dijo él-. Cuando reescribes, lo principal es quitar todo lo que no sea la historia.
El día en que presenté mis primeros dos artículos, Gould dijo otra cosa interesante: que hay que escribir con la puerta cerrada y reescribir con la puerta abierta. Dicho de otra manera: al principio sólo escribes para ti, pero después sale afuera. Cuando ya tienes clara la historia y la has contado bien (al menos dentro de tus posibilidades), pertenece a cualquier persona que quiera leerla. O criticarla. Si tienes mucha suerte (ahora es una idea mía, no de John Gould, pero creo que él habría suscrito el concepto), serán mayoría los que prefieran lo primero a lo segundo.

Aunque yo tacharía alguna cosa más. “Caballeresca”, por ejemplo.

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Notas. Recapitulemos II.

Para que no tengáis que andar mirando el post anterior, os pego el mismo texto de Una pena en observación y añado el siguiente párrafo:

Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva.
Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado. Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho trabajo enterarme de lo que me dicen los demás. Tiene tan poco interés. Y sin embargo quiero tener gente a mi alrededor. Me espantan los ratos en que la casa se queda vacía. Lo único que querría es que hablaran ellos unos con otros, que no se dirigieran a mí.
Hay momentos en que, de la forma más inesperada, algo en mi interior pugna por convencerme de que no me afecta mucho, de que no es para tanto, al fin y al cabo. El amor no lo es todo en la vida de un hombre. Yo, antes de conocer a H., era feliz. Era muy rico en eso que la gente llama ‘recursos’. A todo el mundo le pasan estas cosas. Vamos, que no lo estoy llevando tan mal. Le avergüenza a uno prestar oídos a esa voz, pero por unos momentos da la impresión de que está abogando por una causa justa. Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese ’sentido común’ se desvanece como una hormiga en la boca de un horno.
Y de rechazo cae uno en las lágrimas y en el pathos. Lágrimas sensibleras. Casi prefiero los ratos de agonía, que son por lo menos limpios y decentes. Pero el asqueroso, dulzarrón y pringoso placer de ceder a revolcarse en un baño de autocompasión, eso es algo que me nausea. Y, es más, cuando caigo en ello, me doy cuenta de que me lleva a tergiversar la imagen misma de H. En cuanto le doy alas a este humor, al poco rato la mujer de carne y hueso viene sustituida por una simple muñeca sobre la que lloriqueo. Gracias a Dios, el recuerdo de ella es todavía lo suficientemente fuerte (¿lo seguirá siendo siempre tanto?) como para salir adelante.
Porque H. no era así en absoluto. Su pensamiento era ágil, rápido y musculoso, como un leopardo. Ni la pasión ni la ternura ni el dolor eran capaces de hacerle bajar la guardia. Olfateaba la falsedad y la gazmoñería a la primera vaharada, e inmediatamente se abalanzaba sobre ti y te derribaba antes de que hubieras podido darte cuenta de lo que estaba pasando. ¡Cuántos globos me pinchó! Enseguida aprendí a no darle gato por liebre con mis palabras, excepto cuando lo hacía por el simple gusto -y ésta es otra cuchillada al rojo vivo- de exponerme a que se burlara de mí. Nunca he sido menos estúpido que como amante suyo.

La zona más expresiva del texto se concentra en dos frases, que curiosamente van seguidas y, curiosamente, guardan ambas relación con el calor: “Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese ’sentido común’ se desvanece como una hormiga en la boca de un horno.”

memo

Dos frases, juntas (no dispersas), trabajadas expresivamente, y apuntando al mismo lugar: la memoria y el calor ¿No parece que se deriva una especie de significado? O mejor: significado que se siente. Un sentimiento particular (del lector) que se deriva de la construcción lingüística de un texto.
De otra manera: es un “efecto expresivo” (un mini-efecto expresivo, en este caso). Si describes expresivamente el calor, o el frío, o un ruido, o un olor, un sabor… apuntando a un mismo concepto (la memoria, la soledad) o acción (un asesinato, un beso) se construye una especie de significado que se siente: la memoria puede ser abrasadora, matar es solo un ruido, la soledad es un sabor lento.

Más. Colocar una imagen, un símil, un efecto expresivo… le pide al lector más atención. Parece que la frase estuviese en negrita, resaltada. Es similar a un ‘primerísimo plano’ en cine. Le estás diciendo al lector: atento aquí. Así, es conveniente no ponerse estupendo y calzar una metáfora en cuanto ves el hueco, sino cuando aporta al sentido del texto de alguna manera (ayuda a la construcción del personaje o del narrador, a fijar la atención sobre un objeto con significado simbólico, o en un detalle importante para resolver la trama, etc). Además, el lector se terminará cansando de tanta floritura. A veces da la sensación de que el autor (no el narrador, el autor) se cuela en el texto. Pero el escritor está al servicio de la novela, no la novela al servicio del escritor. El que tiene que ser inteligente, profundo, sorprendente, irónico, sensible, ocurrente… es la novela, no el escritor.

Y, mucho mejor ahora que me he vuelto a meter con alguien inopinadamente, decía que una zona expresiva fija la atención del lector, destaca una zona con una fuerte carga emocional, le da relevancia. Es un buen momento para establecer un Coro porque el lector recordará este momento.

Cuando leemos por segunda vez: “-y ésta es otra cuchillada al rojo vivo-”, el coro resuena. Recordamos la primera cuchillada… la hormiga, el horno. El calor.
Esta primera carga emocional se suma a la segunda, como una bola de nieve.
Y así sucesivamente, diría Vonnegut.

Es un Coro Recordatorio. Asocia al presente de la historia, de manera inmediata y mediante una frase (”-y ésta es otra cuchillada al rojo vivo-”) un momento con una fuerte carga emocional (o racional) del pasado.

Ya no recapitulamos más. Prometido.

¿Qué tal las vacaciones?

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